CLAVES PARA LA FELICIDAD
II PARTE
Pastor Iván
Tapia
Lectura
Bíblica: 1 Juan 3:1-3
Propósitos
de la Charla :
a) Aprender a vivir en esperanza; b) Asimilar el significado e importancia de
ser llamado “hijo de Dios”; c) Aceptar y comprender la condición de “desconocidos
para el mundo de hoy”; d) Asumir la esperanza de la manifestación de Jesucristo
y los hijos de Dios; e) Vivir en santidad y en consecuencia con la esperanza
cristiana.
“Mirad
cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por
esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. / Amados, ahora somos
hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que
cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él
es. / Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así
como él es puro.” (1
Juan 3:1-3).
H
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ubo en Israel un joven de origen
humilde y hermosa presencia, cuya ocupación fue atender los rebaños de su padre
en las llanuras de Judá. Pasaba su tiempo, mientras vigilaba al carnero, con
sus instrumentos musicales, la flauta y el arpa. Era muy valiente y se
enfrentaba a las fieras salvajes. En cierta oportunidad con su propia mano y
sin ayuda mató a palos a un león y a un oso, cuando intentaron atacar su
rebaño. Mientras el joven se involucraba cada vez más con el trabajo de pastor,
un sacerdote realizó una visita a su ciudad. Allí ofreció sacrificios y convocó
a los ancianos de Israel y a la familia del joven. Allí el sacerdote y profeta
reconoció en el joven pastorcillo al elegido de Dios, señalado para suceder en
el trono al rey, quien se estaba alejando de los caminos del Señor. Le ungió
entonces con aceite en su cabeza de acuerdo a la ley. Tras este suceso, regresó
a su vida como pastor de ovejas, y el Espíritu del Señor le acompañó desde ese
día en adelante, pero el Espíritu del Señor se alejó del rey. No mucho después
de este suceso, el pastor fue enviado a calmar con su arpa el atormentado
espíritu del rey, quien sufría los ataques de un espíritu malo. El joven logró dar alivio al rey con su arpa de forma
que este comenzó a sentir afecto por él. Después de esto, destacó en las
guerras contra los enemigos filisteos. Ya un joven, venció a un gigante campeón
de los filisteos sólo con su honda y sin armadura. Cortó la cabeza del gigante
con su propia espada. El resultado fue una gran victoria para los israelitas. Sin
embargo, la popularidad que el joven consiguiera con su heroísmo despertó los
celos del rey, la cual se hizo notar en varias formas. Fue creciendo en el rey
un odio hacia la persona de David, y urdió varias estrategias para acabar con
su vida. No obstante, todos los complots del cada vez más enfurecido rey fueron
inútiles. La admiración del pueblo por el joven héroe aumentaba, al igual que
la del hijo del rey con quien tenía una profunda amistad. El rey llegó al extremo de ordenar a todos sus
ejércitos mandar a matar al joven pastor y músico sea donde fuera, lo que le
obligó a esconderse y huir. Durante largo tiempo la vida de este muchacho sería
la de un fugitivo. Había sido ungido por el sacerdote y profeta, llevaba en sí
la unción de rey, pero nadie le reconocía como tal, ni él mismo acertaba a
comprenderlo. Tendría que sufrir mucho y formar su carácter para llegar a
ejercer el llamado que Dios había hecho a su vida. Un día habría de
manifestarse quien era él, mientras tanto sólo viviría en esperanza. Esta es la
historia del joven David y el rey Saúl (1 Samuel 16, 17, 18)
En varios aspectos se parece
este relato a la vida de los cristianos de hoy, que hemos sido ungidos por el
Espíritu Santo y llevamos Su poder en nosotros, mas no siempre es manifestado
ese poder; que hemos sido nombrados reyes por Dios, pero no gobernamos en este
mundo; que sufrimos persecución, burla y rechazo hoy día pero un día será
manifestada nuestra verdadera identidad. Así como David tenía una identidad de
rey escondida, los cristianos guardamos nuestra identidad de reyes y sacerdotes
de Jesucristo, hasta el día de su plena manifestación.
La felicidad humana, según la Sagrada Escritura ,
se funda primeramente en el temor de Dios y la obediencia a Sus mandamientos, o
sea la Sabiduría
de Dios. Jesucristo es la encarnación de esa Sabiduría Divina. Hoy veremos un
segundo aspecto clave para nuestra felicidad eterna: la Esperanza.
Los
discípulos de Jesucristo fundamos nuestra felicidad en la esperanza de que un
día se manifestará quienes somos realmente.
1. Los
cristianos somos “hijos de Dios”.
La
primera epístola de San Juan fue escrita en Éfeso, para ser leída en las
iglesias del Asia Menor. Su propósito es recordarles a los discípulos que Dios
nos les ha dado vida eterna, la cual se encuentra en Su Hijo; por lo tanto para
tener la vida hay que tener a Jesucristo (1 San Juan 5:11,12).
“Mirad
cuál amor nos ha dado el Padre” (v.1) apunta el apóstol San Juan. Él era el
menor de los apóstoles, los discípulos más cercanos a Jesús, y aquella
experiencia de convivir con el Maestro había dejado profundas huellas en su
vida. San Juan conoce a Jesucristo, sabe quien es él: el Verbo de Dios, el Hijo
de Dios hecho hombre. Sabe, también, que en él, en Jesús, se ha demostrado el
gran amor de Dios para con la Humanidad. Es
clásico el pasaje en que manifiesta: “Porque de tal manera amó Dios al mundo,
que ha dado a Su Hijo Unigénito para que todo aquel que en él crea no se
pierda, mas tenga vida eterna” (San Juan 3:16). Una vez más está
haciendo una declaración similar: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre”. Es
necesario que todo cristiano y cristiana tome conciencia del gran amor de Dios.
El Padre nos muestra Su amor de muchas formas: a) dándonos vida y prolongando
nuestros días saludables en esta tierra; b) concediéndonos una familia formada
por padres, esposo/a, hijos y nietos; c) ofreciéndonos trabajo y todo tipo de
actividades útiles para nuestro desarrollo personal integral; d) satisfaciendo
nuestras necesidades básicas de alimento, vestuario, habitación, etc., por
nombrar algunos de sus numerosos beneficios para con nosotros.
Pero
en este versículo está indicando otro beneficio, quizás más importante que
todos los anteriores:
“Mirad
cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (v.1).
Tenemos un privilegio superior al de cualquier ser humano. Recordemos lo que el
mismo San Juan expresa en su Evangelio: “Mas a todos los que le recibieron, a
los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (San
Juan 1:12). No cualquier persona sobre esta tierra puede decir “yo soy hijo
de Dios”. De un modo genérico cualquier ser humano puede afirmar “soy un/a
hijo/a de Dios” en el sentido de que todos somos seres creados por Él. Pero en
el sentido bíblico ser un hijo de Dios implica tener las mismas virtudes del
Padre. Lo que a una persona la identifica como hijo o hija de otro es cierto
parecido, mayor o menor, al progenitor. Lo que distingue a nuestro Dios es su
enorme sabiduría; si usted vive de acuerdo a Su sabiduría, es probable que sea
un hijo de Dios. A Dios lo distingue Su justicia; un hijo de Dios es aquél que
es considerado justo por Dios, el que ha sido justificado y actúa en justicia.
Otra característica de Dios es la santidad; Él nos ha declarado santos y
nosotros buscamos vivir santamente para ser agradables en Su Presencia, aunque
sabemos que somos pecadores, pero nos ha sido imputada la santidad de Jesucristo.
Otra característica o virtud de Dios es la verdad, Él mismo es la
personificación de la Verdad ;
quien se comporta con verosimilitud, quien es verdadero, asertivo, franco,
honesto, es probable que sea un hijo de Dios siguiendo a Jesucristo, el Testigo
Fiel y Verdadero. El verso que nos ocupa declara varios asuntos relativos a ser
hijo de Dios. 1. Para ser hijo de Dios hay que recibirlo. Si usted no ha
recibido a Jesucristo en su casa, esto es en su interior, si no ha hecho una
apertura de su corazón para anidarlo dentro de usted, no puede ser hijo, sólo es
una criatura. 2. Para ser hijo de Dios hay que creer en Jesucristo. No se puede
ser hijo de Dios y creer en otros salvadores o maestros y no creer en Jesús,
además hay que creer sólo en Él y no compartir el corazón con otros. 3. Para
ser hijo de Dios hay que ser transformado y nombrado por Dios como tal. Los que
le recibieron y creyeron en su nombre, recibieron potestad de ser hechos hijos
de Dios. Recibir potestad es recibir poder o virtud; cuando alguien recibe a
Jesús y cree en Él, de inmediato recibe el poder del Espíritu Santo para
comenzar a cambiar su modo de vivir.
San
Juan destaca en este fragmento de su carta, el gran amor que ha tenido Dios
para con nosotros al considerarnos Sus hijos. No es poca cosa “que seamos
llamados hijos de Dios”; es algo que reviste una importancia tremenda y nos
hace distintos de todos los seres humanos que no llevan a Cristo dentro de sí.
2. Los
cristianos somos desconocidos para el mundo.
Si
usted dijera “yo soy un hijo de Dios”, probablemente recibiría una de estas reacciones
de sus oyentes: a) dirían o pensarían que usted es un presumido que se cree
superior, y tal vez le falta cordura; b) se defenderían diciendo que todos
somos hijos de Dios y que no debemos ser jactanciosos en esto; c) pensarían que
usted está en una secta en la que las personas se consideran “iluminados” o
portadores de algo muy especial. Lo interesante es que la Sagrada Escritura
nos enseña esto: “a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre,
les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. Ningún otro puede ser “hijo de
Dios”, es la conclusión a la que llegó San Juan. ¿Quiénes podrían creer a su
afirmación de que usted es un/a hijo/a de Dios? Sólo otros cristianos. Aquí
reside el fundamento de la persecución, el mundo no reconoce a los cristianos
como hijos de Dios; puede aceptarlos como portadores de una filosofía de vida o
representantes de una religión, pero no como “hijos de Dios”. Por eso San Juan
declara: “el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él.” (v.1). Mientras
alguien no reconozca a Jesucristo como Señor y Salvador del mundo, no puede
reconocer a Sus seguidores. Tal como tratan a nuestro Señor, nos tratarán a
nosotros. Siempre seremos aquellos que creen en Jesús, los que practican una
religión, los que son intransigentes y, a su juicio, estrechos al creer en un
sólo libro, La Biblia.
Ahora,
que hemos dejado atrás el pecado, que hemos renunciado a las tentaciones del
mundo y rechazamos al diablo; ahora que hemos recibido y creído en Jesús, somos
“hijos de Dios”. Esa es nuestra identidad. Si alguno de nosotros se está
preguntando ¿quién soy yo?, la respuesta está aquí muy clara: “Amados, ahora
somos hijos de Dios” (v.2). Soy un hijo de Dios y debo vivir como tal: a)
actuando como un hijo de mi Padre, con Sus virtudes, con Su sabiduría,
siguiendo Sus mandamientos; b) sintiendo la seguridad, la alegría y la
satisfacción de ser un hijo de Dios, no derrotado, desesperanzado, triste ni
amargado; c) conociendo Su Verdad, alimentando mi mente con ella y disfrutando
cada día de esa esperanza.
3. Los
cristianos seremos transformados a Su semejanza.
Para
el mundo “aún no se ha manifestado lo que hemos de ser” (v.2). No decaigamos ni
nos amarguemos porque el mundo no cree en nosotros ni en nuestro Dios. El deber
de todo cristiano, además de vivir conforme a la doctrina del Evangelio, es
anunciarlo y procurar que muchos le conozcan. Pero no siempre tendremos éxito
en ello. Aquí San Juan nos está recordando que “aún no se ha manifestado lo que
hemos de ser”, lo que no significa que no lo seamos. Si usted encuentra un
gusano arrastrándose en el bosque, tal vez ni imagine que ese animal
insignificante y feo, será en el futuro una bella mariposa volando libre sobre
las flores; es que aún no se ha manifestado lo que habrá de ser. Como en el
cuento de El Patito Feo, de H. Cristhian Andersen, nadie en su familia imaginó
que el desabrido polluelo llegaría a ser el más bello cisne de la laguna. Lo
que las personas, las organizaciones e incluso los animales, pueden llegar a
ser en el futuro, la mayoría de las veces es un misterio. En este pasaje, el
apóstol no sólo nos da esperanza sino seguridad de lo que somos y seremos:
somos “hijos de Dios” y un día se manifestará lo que seremos. La manifestación
no es para nosotros, puesto que ya tenemos la convicción de que hemos nacido de
nuevo y somos nuevas criaturas; la manifestación es para el mundo.
4. Los
cristianos Seremos testigos de Su gloria.
¿Y
cuándo se realizará esa manifestación? Cuando Jesucristo venga a buscarnos. Si
usted muere hoy o mañana, tendrá un lindo funeral, en el cual se recordará sus
buenas acciones y la familia y amigos llorarán por su pérdida. Pero, aunque se
diga que usted fue cristiano/a; aunque se le oficie un servicio religioso
cristiano y aún más, aunque usted deje un excelente testimonio de vida, todavía
no se manifestará en plenitud quien fue y es usted. Decimos “fue” porque acaba
de morir; decimos “es” porque para Dios usted permanece con vida, “Dios no es
Dios de muertos sino de vivos” (San Mateo 22:32). Tendremos que esperar
la manifestación de nuestro Señor a este mundo, para que se manifieste quienes
somos. Antes nada sucederá de sobrenatural o extraordinario a los ojos de este
mundo, pues aún las manifestaciones del poder del Espíritu Santo a veces pasan
desapercibidas a los incrédulos. Hay una suerte de incomunicación entre
creyentes y no creyentes, una gran barrera que impide que ellos vean quienes
somos nosotros. No ven a Jesucristo como el Hijo de Dios, y no pueden vernos a
nosotros como “hijos de Dios”.
Continúa
el Texto advirtiéndonos: “pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos
semejantes a él” (v.2). Jesucristo vendrá a buscar primeramente a los suyos, Su
pueblo, la Iglesia
formada por todos los redimidos por Su sangre, los que creyeron en Él y le siguen.
Algunos estarán vivos y otros ya habrán muerto. Primero resucitarán estos
últimos y volarán a Su Presencia; segundo serán arrebatados, transportados o
abducidos (las tres palabras significan lo mismo) los que estén vivos. Ambos
grupos se reunirán con el Señor en las nubes. Los muertos adquirirán un cuerpo
diferente al que tenían al morir; los vivos serán transformados a un cuerpo
similar. El cuerpo de ambos será como el cuerpo que tiene Jesucristo desde Su
resurrección, un cuerpo de gloria o cuerpo glorificado; un cuerpo sin las
limitaciones de nuestro cuerpo caído y enfermo, nuestro cuerpo de muerte. Este
será el inicio de la manifestación para el mundo. La gente no se enterará de
nuestra transformación todavía, pero sí de la desaparición de millones de
cadáveres y de la desaparición de millones de personas. Harán diversas
hipótesis o explicaciones de esa desaparición, desde las más fantásticas hasta
las de tipo político militar. Aún la manifestación de Jesucristo y la
manifestación de los “hijos de Dios” no será completa para ellos, todavía habrá
muchas dudas. La manifestación absoluta para ellos será cuando Jesucristo pise
esta Tierra otra vez y venga con sus hijos a gobernarlo y establecer Su Reino
por mil años. En ese momento se sabrá Quién es Él y quiénes somos nosotros,
incuestionablemente.
Para
nosotros, como discípulos de Jesucristo, el arrebatamiento de la Iglesia será la máxima
manifestación de quienes somos “porque le veremos tal como él es” (v.2). Nunca
antes le hemos visto como le veremos ese día. Hasta ahora le hemos visto por la
fe, en nuestra creencia, en la oración, en la lectura y comentario de la Escritura , quizás alguno
habrá tenido una “visión” de Él, pero verle cara a cara, nadie ha tenido aún
esa experiencia. Le veremos en toda Su majestad y Señorío, en todo Su Poder y
Gloria, le veremos y allí será quitada toda duda y todo temor de nosotros.
5. Los
cristianos Vivimos en esperanza.
En la doctrina cristiana, la esperanza
es una de las tres virtudes teologales, junto con la fe y el amor, y es aquella
por la que se espera que Dios dé los bienes que ha prometido. Esperanza implica
una absoluta seguridad de lo que tendremos en la eternidad. Quien tiene
esperanza, espera pacientemente, sin dudar, como asegura San Pablo: "Porque
en Esperanza estamos salvos; que la esperanza que se ve, no es Esperanza.
Porque lo que uno ve, ¿cómo esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos,
en paciencia esperamos" (Romanos 8:24,25).
Lo que para otros puede parecer una fantasía o sueño, para el cristiano es toda
una realidad, él espera "contra toda esperanza", contra todos los
poderes y sucesos que parecen desenmascarar su esperanza y convertirla en
sueño (Romanos 4:18). Lo que todo cristiano
espera es la revelación de la gloria de Jesucristo, que implica la revelación
de la gloria del cristiano en la resurrección de los muertos (San Juan 17:24).
El apóstol San Pablo dice que los paganos no tienen esperanza (1
Tesalonicenses 4:13), mas asegura que la “creación entera hasta ahora gime
y siente dolores de parto" esperando la manifestación de los cristianos (Romanos
8:18-25).
El
sentido del texto que hoy examinamos es la esperanza que tenemos los “hijos de
Dios”, los cuales seremos manifestados como tales al mundo, un día, cuando
venga Jesucristo y seamos transformados a Su imagen. Dice San Juan: “Y todo
aquel que tiene esta esperanza en él” (v.3) refiriéndose a los creyentes y
discípulos de Jesucristo. Nosotros somos aquellos que tenemos esta esperanza:
a) la esperanza de que somos hijos de Dios, lo cual es más que nada un asunto
de fe; b) la esperanza que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a él; c)
la esperanza de que en Su manifestación le veremos tal como Él es; d) la
esperanza de que seremos santificados completamente, así como él es puro. Esta
esperanza debe ser una seguridad en el cristiano, la que debe conducirle
invariablemente a esforzarse en una vida apartada para Jesucristo, una vida
consagrada a Dios, una vida de permanente santificación.
Evidentemente
en la Persona
de Jesucristo ha sido encarnada la virtud de la Esperanza y Él es
nuestra Esperanza de salvación eterna.
CONCLUSIÓN
La
lección de hoy nos ha mostrado la importancia de vivir en esperanza. Hemos
visto que los cristianos somos “hijos de Dios”, desconocidos para el mundo de
hoy, pero que un día seremos transformados a la semejanza de Jesucristo, seremos
testigos de Su gloria y el mundo será testigo de la manifestación de nuestra
identidad. ¡Qué día glorioso y de victoria será aquél día! En definitiva: los
discípulos de Jesucristo fundamos nuestra felicidad en la esperanza de que un
día se manifestará quienes somos realmente.
¿Cómo podemos aplicar esta enseñanza de
San Juan a nuestra vida? El mismo apóstol nos lo dice, el que tiene esta
esperanza “se purifica a sí mismo, así como él es puro” (v.3). Esta esperanza
nos conduce a esforzarnos en la santidad. No podemos aspirar a una vida eterna
junto al Señor tres veces Santo, siendo pecadores. En nuestro ánimo ha de estar
la lucha contra todo rasgo pecaminoso. Ciertamente hemos sido lavados por la
sangre de Jesús y declarados libres de culpa, pero ello no nos exime de
esforzarnos en la gracia, de cumplir los mandamientos de Dios y aspirar a Su
santidad.
Por lo tanto:
1)
Comencemos a vivir como verdaderos “hijos
de Dios”, cultivando las virtudes de nuestro Padre Celestial y que Él nos
muestra y refleja en Su Hijo Jesucristo.
2)
No hagamos caso, no nos defraudemos ni
amarguemos por el desconocimiento que tiene el mundo acerca de nuestra
verdadera identidad.
3)
Esperemos con regocijo y en oración
aquél día maravilloso en que seremos transformados a la semejanza de Jesucristo.
4)
Contemplemos desde ya, por fe, el día
glorioso en que seremos testigos del regreso del Señor.
5) Busquemos diariamente la
santidad, conociendo la voluntad de Dios, cultivando las virtudes de
Jesucristo, limpiándonos de todo pecado y amando a Dios con todo nuestro
corazón y fuerzas. Digamos como David, el pastorcillo ungido rey de Israel: “En
cuanto a mí, veré tu rostro en justicia; Estaré satisfecho cuando despierte a
tu semejanza.” (Salmo 17:15).
BIBLIOGRAFÍA
1) http://www.mercaba.org/Fichas/ESPERANZA/esperanza_virtud_teologal.htm
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